La Cueva de la Boquilla, tesoro arqueológico

El paraje es de una belleza excepcional, con el arroyo que desemboca en el río Santa Isabel, con el llano que se abre amplio y el Cañón de la Boquilla al fondo, por donde fluye la corriente. Hay un bosquecillo de ribera compuesto por esbeltos sauces, paquetes de jarillas y arbustos propios de lugares húmedos. La floresta está ensanchada en la desembocadura del arroyo y termina en el borde del agua, donde la variedad está enriquecida con los infaltables álamos.

Y atrás está el Cerro de la Mesa, sobresaliendo de todo ello como el accidente geográfico más notable en los alrededores.

Este cerro es bajo y aplanado en su cumbre, y a mediana altura tiene unas cuevas que miran hacia el actual poblado de La Boquilla. En la mayor de estas cuevas existe un rico muestrario de vestigios materiales de las culturas del desierto, que dejaron aquí individuos y grupos que usaron el lugar como campamento, refugio y vivienda. Aún hoy en día, el sitio es sido utilizado por los rancheros de las inmediaciones como un ocasional pesebre.

Cerca de aquí está el pueblo de Santa Isabel, nomás pasando la autopista a Cuauhtémoc, tal vez unos tres kilómetros en línea recta desde la cueva. En lo inmediato, casi al pie del cerro, está la ranchería denominada La Boquilla. Y del otro lado del río, está otro caserío al que sus habitantes nombraron El Pueblito, que es el núcleo de población del Ejido Santa Isabel.

Siguiendo la corriente del río, hacia el suroeste, pasando el Cañón de la Boquilla, se encuentra otro paisaje de gran belleza, donde el agua se ve resguardada por el otro cañón, el Cañón de Jacales, tal vez más famoso, pero porque en sus inmediaciones han construido cabañas en una especie de fraccionamiento que tuvo auge hace cuatro décadas, hoy en decadencia, y que fue denominada Lago de Jacales.

LA CUEVA Y SUS TESOROS

Justo enfrente de la cueva mayor, la pequeña explanada ofrece seguridad para dejar el caballo, y de acuerdo al cúmulo de cenizas que solamente pudieron haberse acumulado con siglos de ocupación intermitente, fue acá donde instalaron las cocinas rústicas.

Aquí han de haber desempacado sus bolsos de piel las mujeres indígenas y sacado la piedra de moler, el pedernal para golpear, y la pajita para producir las chispas diminutas del impacto y atraparlas para el fuego que alimentarían con pajuelas primero, con ramitas después, y por último agregarían los troncos más gruesos y durables en una hoguera grande y formal.

Por supuesto que, entre el suelo de polvo muy fino de cenizas, encuentran, asimismo, fragmentos de huesos de los animales que cazaban los nómadas.

Estos grupos trashumantes practicaban, además de la cacería, la pesca en arroyos y ríos, así como la recolección de semillas comestibles, de frutos como los granjeles, mezquites, tunas, bellotas, piñones en los lomeríos altos, nueces del nogal cimarrón, tomatitos silvestres, algunas variedades de uvas naturales de estas regiones, etc.

Entre los objetos que encontraron durante la expedición periodística, destaca una punta de flecha, rota a la mitad, por supuesto, ¿y cómo no, con tantas vacas y caballos pisando aquí durante más de trescientos cincuenta años?, tallada por algún artesano indígena a partir de una roca mayor de un jaspe color sangre intenso.

Hay otro pedazo de punta de flecha, pero sólo la base, y menor que la de jaspe y manufacturada con una roca grisácea de menor calidad.

Una multitud de lascas también, que son fragmentos que van quedando tirados y desechados del proceso de tallado de armas y herramientas, de los más diversos vidrios volcánicos y de cristales de la familia del cuarzo. Notable es, asimismo, una especie de instrumento de corte, tal vez un raspador de forma circular usado para limpiar pieles de animales de caza menor, como conejos y zarigüeyas, tejones o zorrillos.

ALFARERÍA, CLAVE PARA LA HISTORIA

De entre los hallazgos, cuentan los numerosos pedazos de alfarería que, en un examen somero, pueden clasificarse desde los más toscos y primitivos recipientes de barro rojo sin ningún tipo de adorno, hasta los jarros de barro actuales, los famosos de esmalte verde que se venden incluso hoy en día en los mercados populares, pero que, en su origen, esta cerámica vidriada de color verde, es característica del período colonial. En el medio, aprecian la pedacería de cazos y ollas gruesas, de sartenes, incluso en los que es visible la huella de los tornos de alfarero, que fueron introducidos con la llegada de los europeos al continente.

Cuando los arqueólogos vengan acá para una investigación científica seria, excavarán de manera sistemática y podrán establecer las diferentes ocupaciones: ellos harán lo que llaman la estratificación, y clasificarán cada hallazgo material y lo catalogarán por capas verticales. Del estudio de estos tipos de alfarería, habrán de salir también detalles de la historia de esta cueva y de la historia de la región Centro del estado.

De acuerdo con el arqueólogo Arturo Guevara Sánchez, la parte central del estado de Chihuahua fue ocupada por grupos nómadas y seminómadas de habla yutoazteca que debieron llegar al área cuando menos alrededor del año 9 mil Antes de Cristo. Fue entonces “cuando aquellos debieron irrumpir en el área escindiendo grupos que les habían precedido”.

LOS CONCHOS Y SU TERRITORIO

El Maestro Guevara, en sus estudios sobre las culturas prehispánicas de la región, cree que, dadas las características que han podido inferir de algunos vestigios, es muy probable que los grupos que conocieron a los primeros europeos, “debieron tener un antecedente muy claro entre las culturas del desierto, que conservaron muchas de sus características y que dieron origen a gran cantidad de bandas y grupos mayores, entre los que pueden contarse los que a mediados del siglo XVII habitaban la parte central de la entidad”.

Santa Isabel, lo mismo que el área del actual municipio de Chihuahua, está localizada en la región extendida del río Conchos. Sus ríos, el Santa Isabel (que es el que riega este sitio de estudio) y el Chuvíscar, lo mismo que el Sacramento y, más al sur, el San Pedro, son afluentes del Conchos y todos discurren hacia allá. En su obra de divulgación “Algunos sitios arqueológicos en proceso de transculturización del estado de Chihuahua”, Guevara Sánchez ofrece las claves para identificar a estos grupos de las culturas del desierto:

“Los grupos que habitaron en el Norte de México disponían de muchos rasgos culturales comunes, aunque por semejanzas y diferencias pueden establecerse diversos conjuntos como lo es el de los conchos, que debió estar formado por grupos menores que se distribuían en una amplia faja territorial que comprendía desde el Suroeste de Texas hasta los límites con el estado de Sonora, y que debió compartir fronteras, no muy bien definidas, con otros grupos, entre los que podemos mencionar a jovas, sumas, jumanos, tepehuanes y tarahumaras”.

Los grupos de recolectores de habla yutoazteca que llegaron al área, pudieron aprovechar distintos matorrales desérticos y del bosque templado, siguiendo las plantas en su estado de madurez en diferentes etapas de las estaciones. Mientras tanto, los cazadores tuvieron además la oportunidad de aprovechar avifauna y mamíferos de las llanuras, entre los que tuvo primordial importancia el bisonte americano. También pudieron practicar la pesca.

De cualquier manera, tal parece que los conchos tuvieron mayor tendencia a la recolección y, en el momento del contacto con el invasor europeo, algunos de los grupos estaban ya en etapas de una agricultura incipiente.

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